Una mochila deportiva color rosa mexicano, tomada de alguna de las habitaciones del hogar allanado, estaba repleta, hinchada de tan singular botín como lo puede ser: ¡un montón de bolsitas de dulces que quedaron del cumpleaños infantil celebrado en la misma casa justo un día antes de la intrusión del ladrón! A un lado de ese «tesoro», una maleta, por supuesto cogida también del mismo domicilio, en la que el ratero había metido pertenencias diversas de forma indiscriminada: perfumes, bisutería, una cámara fotográfica, un cepillo dental nuevo en su empaque, una minilap, un celular descompuesto, distintas cosas más y cuatro muñecos o personajes de acción para niños de seis años en adelante: Superman, Thor, el amigo de Ironman y, ¡oh, ironía, el mismísimo Guasón!
A las seis de la tarde, aún de día por haber ocurrido aquello una semana ya antes del equinoccio primaveral, fue pillado el amante de lo ajeno con las manos en la masa. Una de dos: era todavía alguien con mentalidad medio infantil, o llevaba como compinche a un chamaco (agravante mayormente condenable, por cuanto hace a la corrupción de menores), porque aparte de las golosinas en exceso y los juguetes que intentaron hurtar, también trataron de esconderse bajo las sábanas cubre-muebles de una sala. Trabaron la puerta principal para ganar tiempo y alcanzaron a escapar sin ser identificados saliendo por una puerta trasera de la planta alta y saltando una tapia.
Hay que ser estúpido para poseer una carrera profesional, acaso también un posgrado, mínimo, ocupar el cargo de director general de uno de los periódicos del consorcio que se ostenta como la cadena periodística más grande de latinoamérica, haber logrado acreditarse como reportero que da cobertura al Superbowl en la despedida histórica y exitosa de Tom Brady, el jugador de fútbol americano más famoso del mundo hoy por hoy, entrar a los vestidores de su equipo, y aun así creer que se logrará salir incógnito, bien librado, después de haberse robado… la playera que acaba de utilizar el hombre estrella del juego.
La tarde de aquel lunes el dueño de la vivienda traspasada en forma clandestina se sorprendió: ningún aparato electrodoméstico hacía falta, ni ropa, ni documentos, entre ellos su pasaporte, ni otras cosas que bien pudieron cargar los delincuentes: ocuparon todo su tiempo buscando entre gavetas y clósets un arcón que jamás encontrarían. Pero algo insólito, para el México bravo en el que vivimos hoy en día: los ladrones no tocaron una sola imagen, en forma de cuadro o de bulto, de índole religioso. Abajo de una se hallaba, intacto tras los hechos, un billete de quinientos pesos.
Y respecto al más famoso hurto de las últimas horas: como si el jersey aquél valiera aunque fuera lo mismo que una playera cualquiera firmada por el jugador, o alguna otra que el propio jugador le haya regalado a uno, sea la del juego de campeonato o no.
Ni siquiera iba a poder inventarse una historia referente a esa «hazaña»: el singular robo fue noticia mundial apenas terminado el partido del súper tazón. Lo único que hubiera podido hacer, en todo caso, era alardear ante sus amigos de más confianza, presumirlo a parientes o hijos, tal vez nietos (¿vale el verbo?): «Esta es la famosa playera robada… ¡me la robé yo solito!». Y a escondidas, como los cobardes. Como los ladrones, es lo mismo.