Por: Zaira Rosas
zairosas.22@gmail.com
¿La música es para todos? Se podría decir que sí, mas no es así cuando se trata
de la música en vivo que se capitaliza como experiencias. En los últimos años se
ha visto un auge en la demanda de conciertos, una parte va relacionada con el
encierro que se vivió en la pandemia y la otra con la demanda de experiencias
únicas que representan los conciertos.
En la lógica capitalista las vivencias irrepetibles son más costosas, a mayor poder
adquisitivo, mayor es la exclusividad y el privilegio, incluso se venden paquetes
VIP que hacen que un boleto duplique su valor y otorgue ciertos beneficios o
recuerdos únicos a quien lo adquiere.
Bad Bunny no escapa a esta lógica donde acudir a uno de sus conciertos es un
privilegio en cualquier sentido, partiendo desde la residencia que montó durante
un mes en Puerto Rico, misma que hizo que personas de todo el mundo se
trasladaran para vivir al ritmo de la orquesta lo que significa estar en esta isla.
Sus canciones son sinónimo de ritmos latinos, mueve a las masas, posiciona el
español como lengua y también es un ejemplo de revolución y protesta disfrazada
de popularidad. Los acrónimos en los títulos de sus canciones, las letras
irreverentes e incluso el Sapo Concho, protagonista del último disco, son ejemplos
de que el arte también puede ser una invitación a la protesta y la transformación.
En medio de una lógica capitalista y un sistema que destaca los privilegios el
escenario también es una revolución y así lo demostró el artista con su llegada a
México, donde programó 8 fechas con lleno total donde las secciones tuvieron un
cambio gracias a sus nuevas estructuras. Idealmente quienes pagan más tienen
de cerca al artista, pero en esta ocasión trajo la famosa “casita” a una nueva
sección, la más accesible donde democratiza este privilegio para más personas.
De inmediato los comentarios no se hicieron esperar, hubo quejas e inconformidad
por parte de quienes habían pagado el doble para ver a su artista “más cerca” y
ahora quienes adquirieron un boleto general pueden también disfrutar de esta
experiencia masiva. Lo anterior solo demuestra una lucha constante que prevalece
en medio de sistemas capitalistas, funciona para algunos, para otros no porque
incrementa las desigualdades, pero mientras tanto el Boricua más famoso del
momento nos recuerda que en ocasiones las narrativas pueden ser más
equilibradas y justas con una mayoría.
Su música masivamente popular, no solo consta de una buena combinación de
ritmos y grandes colaboraciones artísticas, tampoco se encuentra en un punto de
popularidad sin esfuerzo, el punto actual de Bad Bunny es el resultado de
innovación, creatividad, pero también vinculación social, tiene clara su meta,
cuáles son los dolores que carga la gente y cómo su fama es un punto
fundamental para marcar la diferencia en el entorno, desde 2020 es uno de los
artistas más escuchados en el mundo, aún en países como Estados Unidos donde
no predomina el español, él sigue posicionando el idioma en nuevos puntos de
consumo.
Tampoco es casualidad su incursión en películas del Hollywood donde representa
un punto de atracción para públicos latinos, pero también un contrapeso ante
ideologías de poder que buscan que predomine lo blanco y destinan a personas
latinas el mismo rol constantemente.
Bad Bunny no elimina la lógica capitalista del espectáculo, acudir a cualquier
sección de sus conciertos es en sí un privilegio, los boletos más baratos tenían un
costo mayor a mil pesos. Sin embargo, sí introduce fisuras que obligan a
replantear privilegios normalizados. Tal vez ahí radica la potencia de su propuesta:
usar la popularidad, los números y la atención masiva para incomodar, para
recordarnos que el arte no solo entretiene, también puede redistribuir miradas,
espacios y experiencias, sus cambios de estructura son también una muestra de
que el entretenimiento puede impulsar cambios que resuenen más allá de un
concierto.