Perder siempre nos conlleva a un sentimiento de vacío, somos seres vulnerables ante toda clase de pérdidas. Pero hay algunas en especial que nos duelen en demasía, el dolor es comparable con una dislocación de huesos. A nadie le gusta perder, y menos cuando se trata de un familiar, de una relación, o bien, de algo material que se ha conseguido con mucho esfuerzo, o que ha sido heredado por alguien que te amó y que tú amas con la casi misma intensidad.
Somos seres que aparentamos fortaleza en la mayoría de los casos y eso se nos va acumulando hasta que la carga se hace insostenible, insoportable y termina aventándonos al piso. En el peor de estos casos ya no podemos levantarnos y esto provoca suicidios, como actos desesperados, o depresiones que nos van carcomiendo poco a poco, hasta que nos devoran enteros.
Llega el momento en que no sentimos más que nuestro dolor y empezamos a desconectarnos del mundo, nos vamos encerrando en un círculo donde nadie más tiene espacio, es nuestro espacio, en el mejor de los casos, muy pocos, ese encierro nos sumerge hasta el fondo, nos hunde para después hacernos emerger. Lamentablemente, pocas son las personas que tienen esa capacidad de volver a salir a flote. La mayoría necesitan de una mano que los ayude, de un impulso que los obligue a volver al mundo real.
Cuando sucede lo último, se crea una cadena, una cadena que nos va uniendo a otros y nos va fortaleciendo. Por eso, te digo, que si tú te sientes mal, no te encierres, deja que te ayuden, y sino hay nadie a la mano, recurre a algún especialista, a otras personas en igual situación.
Entre todos podemos ayudarnos y sostenernos. No te sientas autosuficiente, no te calles, porque si lo haces, el dolor puede salirse de tus manos y puede acabar contigo. Ayúdate y deja que otros te ayuden.
«Todos somos ángeles de una sola ala, y tenemos que abrazarnos para poder emprender el vuelo», -anónimo.