No tiene la culpa Alan Pulido, sino quien lo ha hecho «compadre»: nadie puede quitarle a él sus méritos para que el club Chivas Rayadas del Guadalajara sea hoy campeón del fútbol mexicano, pese a la falta de sanción de un penalty por parte del árbitro que lleva como apellido el antiguo nombre de Tamaulipas. El de Ciudad Victoria simplemente estuvo ahí, hizo lo que tenía que hacer en dos partidos, y lo hizo bien: un gol por juego y pieza clave para la victoria final de su equipo, sobre todo en el último encuentro. Lo de la no marcación del penal ya no fue cosa de él, y en todo caso muchos reclaman de manera harto simplista, superficial e injusta un supuesto «robo» del título, cuando lo que sucedió en realidad fue un error arbitral que, de no haber ocurrido, habría sido efectivamente pena máxima, pero no por ello un gol garantizado, y si así hubiese sido, habría caído un empate momentáneo, para nada un triunfo, que es cierto: pudo modificar por completo las cosas en el terreno de juego, pero de ambos lados de la cancha, esto es, ¿quién dice que ya empatado el «rebaño sagrado» no podía haber anotado su tercer gol que, sin hipótesis de por medio, al final no cayó…? Alan Pulido se convierte así, otra vez, en una suerte de «chavo chicho de la película gacha», justo como le ocurrió casi por estas mismas fechas (con dos o tres días de diferencia apenas) el año pasado, cuando tras haber sido secuestrado y liberarse él mismo de sus captores a puño limpio en tierras tamaulipecas, el gobierno estatal, en la figura de Egidio Torre Cantú, se colgó para pronto la medallita del entonces aparente rescate que, ironía, sólo sirvió a la sazón para ponerle la puntilla a un sistema que había gobernado la entidad desde siempre, entendido el concepto como la vida política a partir del «triunfo de la revolución».
El chavo chicho de la película gacha es un rol que le quedaría muy bien a cualquier mexicano o grupo de mexicanos que vaya ganándole la partida al enemigo en suelo nacional o externo, con todo y las circunstancias, con todo y el sistema en contra. Y en este sentido, no sólo debe entenderse como enemigo al extraño «Masiosare» (al extranjero, pues), sino a todo aquel o aquella, o aquello, competidor o malandrín, que desafía al héroe en turno. Los connacionales nuestros que han emigrado a Estados Unidos, por la vía clandestina o legal, son un claro ejemplo de ello: ellos, los que logran atravesar y asentarse en la tierra «de las oportunidades» han vencido a dos adversarios gigantescos al mismo tiempo, como son los gobiernos de uno y otro lado. Al de aquí, demostrándole que sus políticas no han sido lo suficientemente buenas como para retenerlo. Al de allende el Bravo, haciéndole ver lo mucho que hoy en día su población, la sociedad norteamericana en general, sigue dependiendo de los inmigrantes indocumentados para sostener, y con gran equilibrio, un alto porcentaje de la economía estadounidense. Y esto muy a pesar de períodos inéditos como el que hoy en día vive la Unión Americana, con un presidente aparentemente ultranacionalista (hace todavía dos décadas habría sido impensable ya no digamos sostener en la Casa Blanca, sino llevar ahí a un candidato acusado de espionaje a favor de Rusia), que ha hecho todo lo posible por erradicar la idea de mexicanos útiles para el «american way of life».
Unos 20 años atrás, mi gran amigo de la juventud, César, se enfrentó en tribunales laborales a una trasnacional con apenas dos años de haberse establecido en Tampico: el gerente antillano, afroamericano, de la pizzería donde él trabajaba por las tardes como todo universitario de ayer y hoy, lo había despedido de forma injustificada. Me pidió entonces ayudarlo con un buen abogado, como los que habían resuelto favorablemente mi caso en el periódico El Mundo, mi primera casa como periodista. No recuerdo haberlo hecho de forma directa, pero mi compañero de épicas y sueños juveniles me asegura que gracias a que lo conduje con el ahora reconocido laborista de origen chino (no es éste un texto xenófobo, aunque lo pueda parecer), Juan Carlos Ley Fong, él, mi amigo, un veinteañero con un costal de ilusiones, pero sin «palanca» alguna en el mundo real, pudo obtener de la cadena de comida rápida lo que se le debía y más. Actualmente César, un músico genial, y periodista, y escritor, lleva más de una década y media de estar haciendo su vida en Estados Unidos, donde se casó con una angloamericana que lo convirtió en feliz papá por partida triple.